El coste del despido
1 de septiembre de 2009
Soy empresario, vaya esto por delante. Y mi condición de empresario me inclina a defender todo aquello que favorezca los intereses de la empresa. Es natural. O sea que, por mí, si bajan las cotizaciones a la Seguridad Social o si abaratan el despido me va a parecer la mar de bien, igual de bien que si disminuyen el tipo del impuesto de sociedades o aumentan las deducciones por I+D. Pero el ser parte interesada no tiene por qué nublar mi juicio y, como dice la célebre frase, “la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero” o adaptado al caso “la diga un empresario o el jefe del sindicato del metal”.
Todo esto viene a cuento de la larga y tediosa negociación que las organizaciones sindicales y empresariales han estado perpetrando bajo el esponjoso lema del “diálogo social”. Sostiene la CEOE, entre otras cosas, que la solución al creciente desempleo va a llegar por la reducción en unos pocos puntos de las cotizaciones sociales y la flexibilización (vulgo abaratamiento) del despido. Y yo, que soy empresario y sé que con esta afirmación no me haré muy popular entre mis colegas, afirmo simplemente que eso no es verdad. Es cierto que el despido en España es el más caro de Europa, que crea una injusta discriminación entre los trabajadores con contrato fijo y los que tienen contrato temporal. Pero no es cierto que su abaratamiento sirva para crear empleo. Lo único que sirve para crear puestos de trabajo es que haya trabajo.
No conozco a ningún empresario que esté esperando que baje el coste del despido para empezar a contratar trabajadores. Y de hecho, la experiencia de los años anteriores a la crisis demuestra que el coste del despido no impide la masiva creación de empleo. El hecho de que en España el factor trabajo sea tan sensible a la coyuntura obedece a factores de estructura económica de profundas raíces y soluciones a largo plazo. No es una simple derivada del sistema de contratación. En otras palabras, el paro disminuirá en España cuando la demanda vuelva a crecer vigorosamente, independientemente del coste del despido o de la mayor o menor rebaja en las cotizaciones sociales.
Dicho esto, y antes de que los sindicatos me nombren empresario del año, debo añadir que el elevado coste de la rescisión de un contrato laboral fijo sí tiene implicaciones directas en otro de los datos más alarmantes de la economía española: la baja productividad. Los cuarenta y cinco días por año trabajado acaban proporcionando al trabajador, con el paso del tiempo, un blindaje de tal calibre que, en condiciones normales, muchas pequeñas y medianas empresas no van a ser nunca capaces de afrontar. Y eso convierte al empleado en menos competitivo. Lo funcionariza, en el peor sentido de la palabra. Y genera, a la vez, situaciones de gran injusticia dentro de las empresas pues siempre son los mismos los que acaban sufriendo los ajustes: los que llevan menos tiempo en la empresa y especialmente los trabajadores con contrato temporal. Que muchas veces son los más preparados, los más competentes y los más motivados. En suma, los más productivos.
Seamos pues realistas. Hay que afrontar la reforma del mercado laboral con el máximo consenso y tal vez de forma progresiva. No podemos perpetuar la injusta dualidad de tener trabajadores hiperprotegidos y otros prácticamente en la intemperie. Es injusto y disfuncional. Esa reforma redundará en un sistema de contratación más equilibrado y en una mejora de la productividad del factor trabajo. Pero no nos engañemos, no servirá para crear empleo.