Nuestra complicada relación con los plásticos
Entre las múltiples reivindicaciones de los jóvenes de la época (cambios en la moralidad, ecología, antimilitarismos, etc.), empezó a gestarse en ella una notable oposición contra los materiales plásticos, de la mano de los mismos grupos que articularon la oposición al DDT. Norman Mailer, escritor, periodista y activista político, dijo en aquella época que los plásticos eran “una maligna fuerza que se infiltra en el universo y que es el equivalente social al cáncer”. O, en otro momento: “Nos hemos divorciado de los materiales de la tierra, como las rocas, la madera o el hierro. Nos hemos pasado a materiales que se preparan en vasijas, largas moléculas derivadas de la orina y que llamamos plásticos”.
Con independencia de que la referencia a la orina demuestra lo poco que Mailer sabía sobre los plásticos que se desarrollaron en los sesenta, esas ideas siguen vigentes actualmente en ciertos sectores de la sociedad americana, como lo demuestra el hecho de que, 40 años más tarde, Susan Freinkel, californiana de adopción y por tanto sensible a lo que ese estado supone como avanzadilla ecológica americana, escribiera en 2011 un libro con el explícito título ‘Plastics: A toxic love story', donde repasa muchas de las preocupaciones de esa sociedad sobre el empleo de los plásticos.
Juan J. Iruin, catedrático (jubilado) de Química Física. Fotos: Nagore Iraola. UPV/EHU.
La mayoría de los principales plásticos se desarrollaron a partir de los años cuarenta, un tiempo todavía demasiado próximo como para que se hayan podido enfrentar todos los peligros e incertidumbres que la introducción de unos nuevos materiales, con tanto impacto en la vida cotidiana, hayan podido generar. Pero, sin embargo, incluso para gentes como la Freinkel, los plásticos parece que han venido para quedarse. Su versatilidad para generar objetos de las más variadas formas, fundiéndolos a temperaturas relativamente bajas y moldeándolos a voluntad; su baja densidad, lo que les da una ligereza mayor que la de otros materiales; la posibilidad de colorearlos, hacer que sean transparentes u opacos; su alta resistencia eléctrica y razonable resistencia mecánica y térmica, así como su bajo precio, les facultan para introducirse en los más variados sectores, desde los envases de todo tipo a las aplicaciones médicas, desde las fibras sintéticas a los componentes de automoción, desde la agricultura a las aplicaciones energéticas, por solo citar los más relevantes.
Pero esa rápida irrupción no se ha hecho, como ya hemos mencionado, sin algunos problemas. Por ejemplo, se ha aducido en el pasado y se aduce ahora, aunque con menor fuerza, que la mayoría de los plásticos se obtienen a partir del petróleo y que éste se acaba. Una afirmación que habría que poner en contexto. En primer lugar, porque es más que discutible que la edad del petróleo termine porque este se acabe (como ya adelantó en los noventa el jeque Yamani, ministro saudí del petróleo) y, sobre todo, porque solo el 6% de las sustancias derivadas del petróleo se consumen actualmente en la fabricación de plásticos mientras que, por el contrario, los sectores de todo tipo ligados al transporte acaparan (y, no lo olvidemos, queman) casi los dos tercios del total del petróleo extraído.
Foto: Marcel Aniceto.
Los productos que consumimos fabricados a base de plásticos contienen, muchas veces, sustancias químicas adicionales que pueden migrar a alimentos en ellos contenidos o, de forma más general, al medio ambiente. Se trata de metales empleados como catalizadores en los procesos de síntesis, plastificantes para hacerlos más maleables, retardantes a la llama para prevenir su combustión (siempre fácil) o restos de las materias primas de partida. Muchos de ellos son potencialmente peligrosos para las personas y, en algunos casos, han ido siendo eliminados por acuerdos entre las empresas y las agencias medioambientales, o sustituidos por otros de menor impacto ambiental. En cualquier caso, y exceptuando el caso de los plastificantes, las cantidades contenidas en los plásticos y susceptibles de migrar son pequeñas.
En el momento actual, la preocupación más extendida tiene que ver con qué hacer con la ingente cantidad de residuos plásticos que generamos y, previsiblemente, generaremos en el próximo futuro. Estos materiales, por su estructura, no son fáciles de degradar en el medio ambiente, como lo es el papel. En algunos casos, es posible reciclarlos, pero a diferencia del vidrio o el aluminio, competidores en otros ámbitos, al cabo de unos cuantos ciclos de reciclado, los plásticos pierden sus propiedades de forma rápida y ya solo pueden utilizarse para usos poco rentables.
Una cantidad difícil de calcular por el momento es la cantidad de residuos plásticos que acaban en el mar, donde se fragmentan en trozos muy pequeños (microplásticos) que los seres vivos pueden ingerir. Expediciones que han evaluado el estado ambiental de los océanos, como la Malaspina, terminada en 2014, dejan claro que hacen faltan muchos más datos para evaluar el impacto real de esos residuos, tanto en términos de cantidades vertidas como de potenciales toxicidades. En cualquier caso, es obvio que no podemos contemplar los océanos como vertederos y algo ya se ha mejorado en los últimos años. Aunque queda mucho por hacer.
Aún y así, en una situación ideal en la que los vertidos dejaran de ser incontrolados, fuéramos capaces de reutilizar lo más posible los objetos fabricados en plástico y recogerlos para ulteriores ciclos de reciclado, siempre acabaríamos con una importante cantidad de plástico sin posibilidad de usos posteriores viables y, por tanto, habría que deshacerse de ellos. Parece obvio que la solución es la valorización energética vía su combustión en dispositivos de incineración. Para un químico y en términos energéticos, quemar polietileno o polipropileno, los plásticos de mayor consumo, es algo muy parecido a quemar gasolina, carbón o gas natural, aunque el consumo per cápita se decante claramente del lado de los combustibles convencionales. Esa misma comparativa puede hacerse en términos del CO2 emitido a la atmósfera al quemarlos.
Foto: Patrick Hajzler.
Ha habido una cierta resistencia a quemar plásticos en incineradoras porque algunos de los más utilizados, como el PVC, llevan cloro en su molécula lo que, a las altas temperaturas empleadas en el proceso, serían potenciales fuentes de dioxinas. Pero quien mantenga eso, hoy en día, no está al corriente de que las nuevas plantas de incineración han evolucionado lo suficiente como para que sean sumideros de dioxinas (porque las destruyen) antes que generadoras de tales.
Un tipo de plásticos que podría ser una solución radical a los residuos son los llamados polímeros biodegradables y/o compostables que, en un plazo relativamente corto, se degradan en el medio ambiente. Algunos ya están en el mercado, pero su cuota en el mismo es ahora testimonial. Y así lo viene siendo desde hace más de 30 años, a pesar de las prometedoras expectativas que siempre ha generado la irrupción de algunos de ellos en los medios de comunicación. El precio y las modestas propiedades de los que han conseguido esa pequeña cuota en el mercado son las causas de esa muy lenta introducción de los mismos. Otra alternativa, conocida bajo el equívoco nombre de bioplásticos, hace referencia a aquellos que se obtienen a partir de sustancias químicas no derivadas del petróleo. Por ejemplo, el gas etileno, materia prima para el polietileno, mencionado antes y empleado en las bolsas convencionales, puede obtenerse como derivado del petróleo o a partir de maíz. Pero el polietileno obtenido por la segunda vía es idéntico al que se obtiene a partir del etileno petroquímico, lo que quiere decir que no es degradable y, en términos de manejo de residuos, presenta la misma problemática.
Foto: Nagore Iraola. UPV/EHU.
En definitiva, sigue habiendo problemas a resolver si queremos seguir aprovechando las múltiples ventajas que estos materiales nos ofrecen. Parece razonable pensar que la presión social no va cesar y que la ciencia y la tecnología implicadas en ellos van a tener que afrontar todavía muchos retos antes de que su relación riesgo/beneficio deje de ser cuestionada.