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Hacer mejor lo que ya sabemos hacer bien

Iñaki Garmendia, presidente de Ega Master S.A. y premio Príncipe Felipe a la Competitividad y a la Internacionalización30/11/2012
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El último número de Estrategia Empresarial recoge, entre otras informaciones, el contrato de veinte trenes conseguido por CAF para el metro de Helsinki y las inversiones realizadas por Boinas Elósegui para atender a sus nuevos mercados en Cuba, Letonia y México. Trenes y txapelas, dos productos sin duda muy distintos, que responden a tecnologías, mercados y consumos muy diversos, pero que coinciden en que ambos pueden ser considerados en el argot industrial como 'maduros'.

Hay evidencias en Grecia del uso continuado de transporte sobre carriles desde el siglo VI antes de Cristo; y es conocida, en Cerdeña, una figura de la Edad de Bronce, tocada con boina, de hace nada menos que 4.000 años. En términos industriales, los orígenes de CAF se remontan a 1860 y la empresa Boinas Elósegui la fundó Antonio Elósegui en 1858.

Parece necesario hacer estos sencillos apuntes históricos porque últimamente, en excesivos foros de opinión se tiende a menospreciar, por maduros, muchos de nuestros clásicos manufacturados, a los que, por su secular tradición industrial, se les niega toda posibilidad de éxito presente y, más aún, de desarrollo futuro.

Obviamente no es cuestión de cerrar los ojos ante las nuevas tecnologías de la información y el conocimiento, y sin duda nadie discute la conveniencia de inventar, diseñar y desarrollar nuevos artículos totalmente originales. No se trata de enarbolar la bandera unamuniana de ‘que inventen ellos’. Pero tampoco es cosa de hacer tabla rasa cada vez que toca cambio generacional y dejar de hacer mejor aquello que durante décadas, y hasta siglos, hemos hecho bien.

La industria vasca es muy anterior al siglo XIX. A juicio de Julio Caro Baroja, el despertar vasco se inició a partir del siglo XI, y a lo largo de cinco siglos “va adquiriendo un progresivo protagonismo en Europa occidental tanto en técnica como en industria y comercio”, hasta el punto que el vasco es el homo faber de la Península. El propio Caro Baroja no tiene reparos en asegurar que en el siglo XVI “las villas son modernas, los trajes de las calles son modernos, Bilbao se transforma radicalmente […] y los problemas que se plantea la economía y la industria son de una modernidad total”. Y añade que, para entonces, el País Vasco “es rico y privilegiado económicamente”, donde la gente “vive muy bien, el nivel de vida es grande, y el pueblo, dentro de un país privilegiado, es, o ha sido, un pueblo con exenciones y libertades discutidas o discutibles”. A partir del siglo XVII surgió la corriente innovadora liderada por novatores, como el vizcaíno Pedro Bernardo Villarreal de Berriz, que propiciaron la vinculación conceptual entre ciencia y tecnología, y dieron paso al advenimiento de la Ilustración vasca representada por la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, “el movimiento más importante de la historia del País”, en palabras de Koldo Mitxelena.

No. La industria vasca no es fruto de una generación, ni de un siglo, ni de dos. Si el lector levanta la vista y mira a su alrededor, apreciará más de un artilugio que no existía cuando él nació; pero, a poco que profundice en su observación, comprobará igualmente la existencia de un sin fin de objetos —desde cazuelas, tijeras y tiradores hasta la más sencilla llave inglesa (‘alavesa’ en nuestro caso)— que, de una u otra forma, eran de uso ya generalizado en generaciones precedentes. Productos ‘maduros’ sí, pero que alguien los hizo, los hace ahora y los seguirá haciendo… más aún si nosotros dejamos de hacerlos. No es más que seguir el ejemplo de las generaciones que, sin solución de continuidad, supieron transformar las forjas de armas blancas en talleres de armas de fuego, y éstas en fábricas de bicicletas. ¿Qué razón objetiva puede haber para no poder seguir la cadena?

Es hora de superar la creencia de que la decidida apuesta por estrategias de innovación e internacionalización únicamente es aplicable a productos nuevos, sofisticados y de última generación. Baste recordar que el sector de automoción, que ocupa en la CAV a cerca de 40.000 personas, es de los más innovadores, cien años después de Henry Ford, o que en el sector de herramienta de mano participamos empresas con un gasto en I+D del 7%. Es hora de cambiar de chip y de aceptar que el mercado es ya global, que Europa no es el extranjero sino el patio trasero, y que es al mundo entero a donde hay que dirigirse con la actitud y aptitud que nos han caracterizado siempre, una vez realizadas las oportunas adecuaciones que continuamente exige la competitividad y demanda el mercado.

Estrategias como calidad, gestión de buenas prácticas, orientación al cliente e importancia de los equipos humanos no son factores exclusivamente inherentes a los productos de tecnología punta. Muy al contrario, habría motivos para pensar que son precisamente los productos maduros los que, por más conocidos y con mayor competencia en el mercado, requieren mayor aporte de innovación, servicio, personalización y valor añadido.

Lamentablemente sería larga la lista de productos vascos maduros que han dejado de ser competitivos en las dos últimas décadas, han desaparecido del mercado y han terminado por cerrar empresas, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo. La gran duda es si su fracaso se ha debido a la madurez de los propios productos o a la falta de madurez de sus promotores y agentes sociales. Quizá el problema no radique en la obsolescencia intrínseca de los productos sino en la incapacidad de renovarlos y mantenerlos competitivos.

Sin buscar responsabilidades absurdas en productos inertes, de cuya propia existencia no tienen ellos mismos conciencia, no estaría de más que el conjunto de la sociedad vasca reflexionara sobre su actitud respecto a los problemas que nos afectan y se plantearan sus niveles de compromiso para enfrentarse al futuro.

El filósofo Daniel Innerarity, Premio Euskadi 2012, nos recuerda que “los humanos seríamos otra cosa sin esa capacidad de ‘futurizar’, de proyectarse hacia el futuro y de anticiparlo en términos de imaginario, expectativa, proyecto y determinación”. Pero esa proyección no puede ser ni caprichosa, ni voluntariosa, ni ilusa. A su juicio “la relación con el futuro se ha de cultivar, como lo hacemos con las demás aptitudes humanas […] Hay sociedades que se relacionan patológicamente con su propio futuro, mientras que otras lo tratan de una manera razonable y provechosa”.

Y, en este momento, lo que está precisamente en juego es la capacidad de la sociedad y de su entramado económico-industrial de afrontar el futuro de forma razonable y provechosa. Podemos seguir echando la culpa a las nuevas tecnologías, a la sociedad del conocimiento, a las corrientes neoliberales, a la dura competencia, al mundo mundial y a todo aquello que no dependa de nosotros. Pero, a lo mejor, todo podría empezar a arreglarse si nos preocupáramos un poco más de lo que nosotros siempre hemos hecho bien y de lo que podríamos hacer mejor.

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