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La emergencia de los viejos valores

Albert Esteves, editor de Interempresas
08/01/2009
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8 de enero de 2009

A la palabra crisis, hoy en boca de todos, se le asocia frecuentemente, y no sin razón, la palabra cambio. O mutación importante, según reza el diccionario de la Real Academia Española. Digamos que se acepta mayoritariamente que todo proceso de crisis, siendo en sí mismo un cambio, constituye el tránsito inevitable desde un estadio previo, y por tanto conocido, hacia un estadio posterior, presumiblemente distinto. En este consenso hay, de entrada, algo de por sí positivo. La crisis, a pesar de que su duración pueda prolongarse en el tiempo más allá de los deseos de la mayoría, no es ella misma un estadio. Sólo su necesario preludio.

Hoy todos los focos están dirigidos hacia la propia crisis. Es lógico. Sus efectos se están haciendo notar en las economías de particulares y empresas, en muchos casos de forma dramática. Sin embargo, son pocos los que se arriesgan a plasmar en el lienzo de sus previsiones el escenario después de la batalla. La preocupación ahora es sobrevivir al bombardeo. Pero tarde o temprano, sin duda, llegará la calma. ¿Y entonces? ¿Cuáles serán los parámetros que definirán el nuevo estadio? ¿Qué nuevos vectores orientarán el funcionamiento de nuestro sistema económico y social? Nadie está en condiciones de responder a estas preguntas con certeza, pero hay una corriente de fondo que nos permite aventurar algunos elementos.

Yo no me cuento entre los que auguran un nuevo orden económico, un capitalismo refundado, sobre la base de nuevos controles y regulaciones. Pero me atrevo a predecir que en las próximas décadas emergerán de nuevo aquellos viejos valores que forjaron el desarrollo económico en el pasado. Esas cualidades que durante generaciones formaron parte del ADN de nuestros empresarios, de nuestros cuadros directivos, de nuestros trabajadores autónomos. Valores como la perseverancia en el esfuerzo, la responsabilidad en la asunción de riesgos, la prevalencia del beneficio sostenible al enriquecimiento rápido, el reconocimiento de la experiencia frente a la mera titulación. O la solvencia, un término que suena casi a arcaísmo y que el diccionario define como la carencia de deudas o la capacidad de satisfacerlas. O el rigor y la seriedad en el cumplimiento de los contratos y de las obligaciones de pago. O simplemente el sentido común y la prudencia como contrapeso al proceder impulsivo de jóvenes supuestamente hiperformados, que han llegado con una gran rapidez a niveles de decisión y de poder que antes sólo alcanzaban profesionales de acreditada trayectoria.

Hoy nos dicen que ésta es una crisis de confianza. Que las entidades financieras no se atreven a prestarse dinero, porque no se fían unas de otras. Habrá que reflexionar sobre el por qué se ha llegado a esta situación, sobre qué bases hemos fundamentado el frágil crecimiento de los últimos lustros, en torno a qué criterios han tomado sus decisiones bancos, empresas y particulares. Y tal vez convengamos que la ausencia o la minusvalía de aquellos viejos valores ha sido determinante.

Inmersos en la plenitud de la crisis nos es difícil todavía vislumbrar el cambio. Pero tengo el convencimiento de que aquellos que en el pasado se mantuvieron fieles al viejo esquema de valores saldrán fortalecidos. Y que la sociedad en su conjunto reclamará que esos viejos valores vuelvan a emerger. Empieza a ser una emergencia.

Comentarios al artículo/noticia

#1 - Pedro
27/07/2011 16:32:13
Interesante.

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