Un debate torcido
A nadie se le escapa la necesidad de reducir la contaminación a la que se enfrenta la sociedad actual. Un objetivo tan ambicioso y difícil de alcanzar requiere de un debate en el que es necesario cuadrar múltiples factores que afectan a diversas áreas económicas y sociales. Ese intercambio de ideas (que debe desembocar en medidas que permitan iniciar un camino que, obligatoriamente, debemos andar para asegurar los recursos y la calidad de vida de generaciones futuras) requiere sensatez. Esta cualidad parece haber faltado en las ya famosas declaraciones realizadas el pasado 11 de julio por la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, aquellas de “el diésel tiene los días contados”.
El gasóleo es un combustible que emite menos CO2 a la atmósfera que su principal alternativa, la gasolina, aunque bien es cierto que hay otras opciones mucho menos contaminantes, algunas de ellas en una madurez tecnológica que las convierte en realidades efectivas y muy válidas, como puede ser el gas vehicular en sus múltiples variantes (GLP, GNC, GNL e incluso el biogás).
Y ahí están los vehículos eléctricos, que según algunos nos salvarán de los males generados por el incremento del parque rodante mundial, mayoritariamente alimentado por derivados del petróleo. No obstante, en la promoción de los vehículos eléctricos no debe pasarse por alto el origen de la electricidad con la que se recarguen sus baterías o la gestión de las mismas una vez hayan alcanzado el fin de su vida útil.
Señalar a un combustible como el principal responsable de la contaminación es reducir el problema a uno de los elementos que participan de él. Y resulta más llamativo en una responsable política de ámbito nacional que no puede incidir directamente en las políticas municipales, un ámbito en el que los vehículos alimentados con gasóleo de mayor edad sí son uno de los principales emisores de partículas y de NOx, contaminantes que afectan a la salud humana. Pero a nivel nacional y global, el gasóleo es menos perjudicial que la gasolina, una afirmación que cada vez tiene menos vigencia debido al desarrollo tecnológico de la industria automovilística, que está desarrollando motores de ciclo Otto y Diesel que desdicen las tradicionales características de las motorizaciones que utilizan como carburante gasolina y gasóleo.
La descarbonización de la economía, por otra parte, debe realizarse de una forma sostenible, entendido este concepto como la conjunción de factores económicos, medioambientales y sociales. Y aunque el tiempo apremia, hay que tener en cuenta que muchas personas conducen vehículos contaminantes (no por el combustible que utilizan, sino por la tecnología que incorporan) por motivos económicos: no todo el mundo puede permitirse cambiar de coche cada cinco años.
Además, hay procesos que deben romper décadas de inercias, lo que hace necesario sumar múltiples esfuerzos. Plantear un cambio real y mayoritario en la movilidad de las personas requiere de políticas municipales adecuadas; de contar con alternativas que no limiten las posibilidades de amplias capas de la sociedad; de disponer de una red de suministro de energías y carburantes alternativos suficientemente tupida; de introducir medidas -realistas- que generen empleo para compensar las amenazas que se ciernen sobre algunas actividades laborales, entre otras.
Como sociedad nos enfrentamos a unos retos de tal calado que las decisiones que se tomen para mejorar la salud de nuestro planeta deben ser lo más acertadas posibles y, además, teniendo siempre en cuenta la multitud de aristas que un cambio de modelo como el que se pretende, la descarbonización de la economía, conlleva a todos los niveles, también el educativo. Y para ello el debate previo tiene que ser sosegado y equilibrado, más aún las aportaciones de cargos políticos.