Ferrán Latorre, el ascenso al Gasherbrum II
Hace unos días os presentábamos las reflexiones de la dura ascensión al Gasherbrum II por parte de uno de los integrantes de dicha expedición, Lolo González. Ahora llegan las vivencias de Ferrán Latorre que, siendo uno de los alpinistas mejor preparados, lideró el ascenso y abrió el último tramo hasta la cumbre.
“Esta ha sido una temporada mala en el Karakorum. Y el Gasherbrum II siempre nos ha puesto las cosas muy difíciles. Incluso el día de cumbre, que prometía ser de meteorología plácida, acabó siendo una vez más, la última oportunidad del Gasherbrum II para poner a prueba nuestra resistencia, nuestra paciencia y valorar la verdadera motivación para escalarlo. Pero además, lo que nunca hubiera imaginado, es que una vez conquistada la cumbre, esta montaña pusiera ante mi vida un enigma que aún no soy capaz de descifrar. En el momento más inesperado. En el lugar más insospechado.
Finalmente decidimos atacar la cumbre desde el Campo 3 (7000 m) para recortar un día de ascensión y porque todo indicaba que el día 1 de agosto no sería tan bueno. Ocho fuimos los alpinistas congregados para atacar la cima: los cuatro andaluces, – Manolo, Fernando, Miguel, y Pepe- que conjuntamente con Jose, el madrileño residente en Canarias, compartían la expedición conmigo, y como última incorporación el simpático y entrañable Mehdi, un iraní que al quedarse solo nos pidió acompañarnos en el ataque.
Así que a las diez de la noche del día 30 nos poníamos en marcha para intentar escalar los larguísimos mil metros que nos separaban de la cima. Enseguida nos dimos cuenta que había más nieve de lo que quisiéramos y el trabajo de abrir huella fue muy pesado. Hacia la una de la madrugada, Jose y yo llegamos a lo que parecía ser el Campo 4, donde descubrimos una tienda abandonada por una expedición coreana que ya se había marchado del Campo Base. Medio colapsada por la nieve y muy deteriorada por el viento, nos resguardamos un buen rato, mientras esperábamos la llegada del resto del grupo. Afuera, el viento, sin ser excesivo, no dejaba de insistir con su llamada insolente y pesada. La luna, de vez en cuando, hacía presencia entre las nubes desgarradas, dejando entrever un horizonte de plata espectacular, de cumbres conocidas pero ahora vestidas de tonos blancos y negros. Había ratos de plena y angustiosa oscuridad, azotados por copos de nieve duros y contundentes que el viento arrastraba de otras partes, e instantes donde todo se abría y todo volvía a ser posible.
Meteorología adversa en el largo ataque hasta la cima
Una vez el grupo se reunió en el Campo 4, proseguimos la marcha hacia la cima. Tocaba la larga y famosa travesía por debajo de la gran pirámide de roca. El cielo se abrió y pronto el grupo se abría paso al pie de la colosal y amenazadora pirámide, iluminada por la luna, y más impresionante seguro, que bajo la luz del día. La huella al principio era agradable, y un punto de optimismo me invadió, pero pronto la nieve volvió a ser bastante profunda. Nos íbamos turnando en la ardua tarea de avanzar con lentitud por aquel lugar, que me impresionó mucho más de lo que esperaba.
La travesía es larga, y abismal, por encima dominada por la pirámide de roca que es verdaderamente espectacular. Pero es que por debajo, la pendiente de nieve cae por un cortado amenazador, a partir del cual ya no hay nada más, tal como imaginaban los antiguos el fin de la tierra. Y aunque es cierto que la noche lo tiñe todo de más misterio y más tensión, cuando las primeras luces del día nos mostraron el fin de la travesía, el fuerte viento, que volvía a despertar, arrancaba humaredas de nieve del arista sureste que le conferían un toque fantasmagórico y hostil a la montaña. El día claramente volvía a empeorar.
Tensa espera a falta de 300 metros
Enseguida me di cuenta de que la única manera de obtener un pequeño respiro y un poco de esperanza, ya metidos en plena locura eólica, era la de buscar refugio detrás de la arista sureste. Costó mucho llegar, pero al fin, cuando accedí a la brecha, el lado chino del Gasherbrum II nos ofreció un panorama totalmente diferente. Protegidos por un pequeño espolón, decidimos esperar un poco, para ver si el fuerte viento y las nubes de la cima iban menguando tal y como preveían las predicciones meteorológicas. Eran las siete de la madrugada y estábamos todos reunidos justo debajo de la pirámide final de la cara Este, a trescientos metros directos por debajo de la cima.
Entre todos hicimos de tripas corazón y nos prometimos que no bajaríamos sin la cumbre, aunque tuviéramos que esperar a subir de noche. Tal era la fuerza y el optimismo del grupo, pero una decisión y una estrategia, para mí absolutamente nueva. Nunca me había planteado mantenerme en espera “in eternum” a 7.750 m de altura para el ataque final, pero aquella se había convertido ya en una lucha cara a cara entre nosotros y la montaña. Nunca había tenido tanto la impresión de que una montaña nos hacía la puñeta sin contemplaciones, pero seguro que no tenía previsto que un grupo de alpinistas cambiarían la estrategia de una manera tan radical e inusual. Al final la espera duró siete horas. Siete horas a 7.750 m sin comida ni agua extra. La espera fue angustiosa y pasó por todos los estadios posibles entre el optimismo desatado y el abandono definitivo de las armas. Las dudas eran normales: el intenso calor, la lenta deshidratación, la pérdida de las fuerzas a tanta altura y el miedo a que aquella situación de espera se volviera en contra nuestra, en un lugar bastante comprometedor y de difícil retirada.
Llegar al paraíso
Finalmente y como un puñetazo definitivo, hacia la una y media de la tarde y aunque el tiempo seguía igual, decidimos salir de la trinchera. Mehdi comenzó a abrir huela como un guerrero desesperado, la espada en alto y el grito de guerra ensordeciendo los contrincantes. La pala de nieve final es bastante vertical y sostenida, pero la nieve por fin parecía facilitarnos el trabajo.
Y fue entonces cuando se produjo el milagro. El cielo se abrió y el horizonte se descubrió a nuestro alrededor con un mar de nubes precioso. Y aunque en la arista final de la cumbre el viento continuaba levantando columnas de nieve, ya tuve claro que la batalla lo íbamos a ganar nosotros. Mehdi, exhausto, me cedió los últimos cien metros hasta la arista. Al clavarle el piolet, tuve claro que aquella era la llegada a la cima más espectacular de mi vida. Finalmente la montaña desistía, y bajo una luz de atardecer de una magia inusual, nos regalaba su arista virgen reservada desde hacía más de un año, para nosotros solos.
La arista es tan afilada, que la única posición estable de espera es la de sentarse a caballo. Así lo hice hasta que llegó Jose, contemplando a cada lado y a cada pierna el increíble abismo que dividía la montaña en dos mundos tan diferentes. Y fue así como, asegurado con una cuerda por Jose, emprendí la escalada de los últimos cincuenta metros de la arista afilada hasta la cima. Cincuenta metros de luz dorada que nunca olvidaré.
Al llegar a la cumbre clavé una estaca para fijar la cuerda, para que mis compañeros siguieran subiendo. Pero una vez terminada la maniobra, pude disfrutar de muchos minutos en solitario, justo encima de la cima que ya parecía que nunca podríamos escalar. El espectáculo era profundamente encantador, con las luces doradas del atardecer por encima de todas las cimas del Karakorum, que asomaban como islotes por encima del mar de nubes. Los compañeros fueron llegando y nunca había visto tantos gestos de emoción.
Para algunos era su primer ochomil, por otros su primer ochomil en el Karakorum. Para mí, una gran ascensión, llevada al límite, en un momento donde sólo la tenacidad, la fe, la fuerza, el coraje y la esperanza podían darle la vuelta de unos años tan desesperantes. Vencer el destino: esta fue mi victoria. El sol nos abandonó justo cuando bajaba por la arista de la cumbre. Bajamos de noche, algunos hasta el Campo 4, otros hasta el Campo 3. La historia parecía terminar. Pero lo peor aún habría de venir."