Uniformes escolares: pasado y presente
Cuando ser colegial era una prueba de resistencia
Más tarde, se impuso una normativa que no permitía niños trabajadores menores de 12 años. Fue un salto cualitativo porque, a esta edad, un niño ya pone de manifiesto sus habilidades y los padres optaban por algún aprendizaje más acorde con sus cualidades.
Vive la diferènce!
Aunque no estaba bien visto que una mujer trabajara fuera del hogar, se contaban por miles las jóvenes con vocación para la enseñanza. Pero el Estado no estaba dispuesto a ponérselo fácil, por lo que creó la carrera de Magisterio que las candidatas debían cursas para llegar a maestras.
De modo que las escuelas se llenaron de señoritas con preparación. Más tarde, ante esta competencia, se exigió también a los hombres el título de maestro.
La vida en el aula
Cantar era el preámbulo de la primera clase de la mañana. Los niños soñolientos desafinaban en la interpretación de los cantos patrióticos que les correspondían de acuerdo a su país.
Pero el silencio, los cánticos y las marchas cuasi militares se sucedían sin contratiempos gracias a que cada niño tenía impreso en su mente ‘el miedo al castigo’.
Penalizar a los pequeños por su comportamiento formaba parte de la buena educación, por lo que los maestros no se cortaban imponiendo castigos e incluso podían hacer volar su imaginación para crear nuevas variantes.
Tras una mirada retrospectiva a todos los países, considerados por aquel entonces civilizados, nos sorprendemos al constatar que los castigos aplicados son los mismos en todas partes.
Los castigos ‘vintage’
Los golpes de regla sobre las manos era la práctica más extendida. A veces se sustituían por la popular colleja y, en colegíos católicos, se practicaba el llamado ‘pellizco de monja’. Por su inmediatez, estos no eran ni de lejos los peores castigos.
Como pruebas de resistencia pueden considerarse las prácticas de obligar al alumno a permanecer arrodillado con los brazos en cruz, con o sin libros en las palmas de las manos; así como lo de encerrarlo en un pequeño cuarto oscuro o mantenerlo durante la clase de cara a la pared.
De humillantes calificaremos a los castigos más pintorescos como coronar la cabeza de un alumno con orejas de burro o los de poner una lengua de trapo en la boca de las niñas charlatanas y una mordaza para los niños que se comunicaban entre sí. Y en su alegato hay que dejar constancia de que no era cierto que hablaran, sólo susurraban.