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Pensé que mis piernas eran melocotones

Ibon Linacisoro. Director01/09/2009

1 de septiembre de 2009

Pensé que mis piernas eran melocotones, tan redonditas, tan suavecitas y aterciopeladas. Pero pronto supe que no lo eran, que mis sensaciones se debían al efecto de la cámara hiperbárica en la que, por cierto, vivía siempre bajo los efectos de la hoja de coca para evitar el mal de altura que me producía mi privilegiada posición profesional y social. Fueron mis mejores años. Llegué incluso a ser presidente de mi comunidad de vecinos y en cierta ocasión la más guapa de la calle me saludó.

Dejé de pensar que mis piernas eran melocotones cuando dejé de necesitar la cámara hiperbárica porque había dejado de ocupar mi posición privilegiada. La salida abrupta de la cámara hiperbárica tuvo consecuencias colaterales: piernas normales, ausencia de uno mismo, pitidos mentales... Era la caída del pedestal, del vivir del rico. La certeza de la pobreza, la nauseabunda obligación del trabajo diario, la esclavitud de los vicios adquiridos. Me empecé a preguntar por cosas imposibles. ¿Cuánto pesa un agujero? ¿Por qué tengo que trabajar? ¿El fuego quema?

Lo peor fue el largo proceso que hube de padecer hasta asumir que algo debía hacer para llevar un plato de lentejas a la mesa. ¡Trabajar! La palabra maldita, el mal más extendido de la nueva era. No valía ya con cuatro operaciones exitosas, unas cuantas comidas con la compañía adecuada en restaurantes liderados por gastroempresarios, unas llamaditas a unos amigos situados aquí y allá para hablar de esos terrenitos que figuraban a mi nombre. Me veía abocado a la vulgaridad del trabajo diario. Con frecuencia, durante las duras jornadas laborales a las que no estaba acostumbrado, quise pensar de nuevo que mis piernas eran melocotones. Pero no lo eran, mis piernas eran piernas.

Mientras, mi alma vaga sollozaba y crujía ante los esfuerzos de un cuerpo poco acostumbrado a fajarse en el día a día de las rutinas laborales. Con la crisis a mí me llegó el trabajo, pero ni siquiera ese empleo ablandó el corazón de mi banco habitual, que me negó el dinero. Y fue entonces, con el alma apagada por tanto infortunio, cuando encontré una nueva oportunidad. Sí, estaba dispuesto a dar mi alma como garantía de un préstamo. Me lo preguntaba una entidad letona, Kontora Loan Company, y dije que sí. Sólo tuve que firmar un contrato encabezado con estas palabras “Estoy de acuerdo en ofrecer como aval del crédito mi alma inmortal”. El dinero fresco entre las manos me devolvió una parte de mi anterior vida y comencé a gastar como antaño. Pronto dejé de pagar al banco, que ejerció su derecho sobre mi alma.

Desalmado y empleado, ya soy uno más, uno del montón. Uno que echa de menos sus piernas de melocotón.

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