Enric Gibert y Ramón Musté, con ellos empezó mucho
El mundo gira a una velocidad superior a la de antes. La innovación devora el devenir de las empresas, la velocidad sitúa el futuro en el presente y la complejidad de los negocios se acentúa con una tecnología que todo lo facilita… y todo lo complica. Inmersos en esta actualidad frenética, nos damos un espacio para pensar, ¿de dónde parte todo esto?
Ibon Linacisoro
En el origen de la actual industria encontramos nombres propios de personas que, hace ya muchos años, lo dieron todo por el sector del mecanizado, hicieron sus propios inventos o supieron adaptar ideas de otros a un mercado tímido, como lo era en la primera mitad del siglo XX. En aquellos difíciles años estaban Enric Gibert y Ramón Musté, dos personas entrañables en la actualidad a las que juntamos para que nos cuenten cómo era la industria cuando ellos eran jóvenes.
Enric Gibert, de profesión, vendedor de ideas, pero también inventor profesional, empresario y autodidacta. Muchos lo recuerdan en relación con el metal duro, material que aplicó incluso al juego del billar, del que es gran aficionado.
Ramón Musté… ¿inventor? No es fácil definir a este tipo de personas con un conocimiento muy diferente al actual, un conocimiento agudizado por la necesidad de los tiempos en los que no todo estaba inventado y que abarcaba muchas disciplinas. Además de incorporar la electrónica a muchas de las máquinas existentes en sus tiempo, Musté colaboró con Gibert en la búsqueda de soluciones para la industria.
¿Nos suena? ¡Soluciones para la industria! Este mensaje tan recurrente en la actualidad ya era una realidad cuando personas como Gibert y Musté se devanaban los sesos para salir adelante.
Con 14 años Enric Gibert comenzó a trabajar por la noche en una empresa que fabricaba hileras de metal duro para trefilar, a pesar de que su oficio era el de fotograbador. A partir de ahí, fue ampliando su conocimiento del metal duro y de los procesos industriales hasta convertirse poco menos que en una referencia para muchas empresas. Introdujo el metal duro en la escuela de ingenieros de Barcelona, desarrolló los noyos para los punzones de las máquinas, un método a base de diamante para hacer sierras de corte para las barras de metal duro extrusionadas... En esta forma de ser, en la búsqueda permanente de soluciones manipuló también una máquina de electroerosión para que pudiera taladrar.
Algunos de los que trabajaron con Enric Gibert lo recuerdan como alguien entusiasta y como un buscador incansable de soluciones: “Era como un mago del mecanizado y especialmente del metal duro. Recuerdo muy bien cómo, a principios de los 90, mecanizaba piezas para los ordenadores IBM y, además, con unas tecnologías de producción y exigencias y una calidad por encima de cualquier otra empresa. Chocaba ver cómo, con unas manos enormes, era capaz de trabajar en centésimas de milímetro como ningún otro. Y cómo mecanizaba barritas de metal duro de una calidad indiscutiblemente por encima de lo que se podía encontrar por aquél entonces… al menos en España”.
Los ejemplos de los que habla Gibert con su amigo Musté son tan numerosos como las ideas que fluían por su mente.
Musté tuvo su primer contacto con la industria en 1956. Estudió para maestro industrial eléctrico, pero ya desde el principio pensó en hacer algo diferente. Con las 6.000 pesetas que le prestó un familiar construyó una tallercito para obtener sus primeros beneficios. Leyendo revistas de la época se le ocurrió, por ejemplo, fabricar máquinas mecánicas a las que incorporaba la electrónica. En su caso “inventaba” conforme las empresas le iban pidiendo soluciones, con frecuencia también en el mundo del metal duro. Explica que, en realidad, ya existían máquinas europeas, pero no solo eran muy caras, sino que además la tramitación para su importación era difícil. Musté supo hacerse un hueco suficiente como para incluso exportar sus máquinas a Francia e Italia, en los años 60. Con frecuencia tuvo que agudizar el ingenio para no entrar en conflicto con patentes de máquinas ya existentes.
Gibert y Musté, juntos, colaboraron en muchas ideas. Hasta tal punto se involucraron en el metal duro que, escuchándolos, parece que fuera su invento, su creación. Estudiaron mucho su comportamiento, lo dominaron perfectamente, también aprendiendo de sus errores, como sus múltiples anécdotas demuestran.
Gibert llegó incluso a patentar un sistema de fijación. Musté, con sus máquinas de alta frecuencia, dio alas a alguno de sus clientes y hasta vivió en Venezuela durante 5 años por sus ideas para las perforadoras del metro. Bajar al detalle de lo que ambos hicieron sería imposible y no solo en el campo del metal duro. Mejoraban procesos en la fabricación y convirtieron el metal duro y las herramientas de diamante en su mundo.
Hoy, Enric Gibert todavía recuerda las medidas exactas de algunos trabajos a los que se dedicó: “Yo hacía agujeros de 0,20 cuando otros lo hacían de 0,40…”. Ramón Musté, por su parte, tiene su laboratorio en casa, donde hace automatismos. “Pero lo que hay ahora no lo puedo superar”.