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La eterna rivalidad europea: jardines ingleses versus jardines franceses. Por José Félix Merladet

Redacción ProfesionalesHoy02/03/2018

Siempre pensé que la diferencia entre el jardín francés del XVII y, su casi antagónico, el jardín inglés del XVIII, estribaba en que el primero era mucho más racional, formalista, convencional, artificioso, apriorístico, cartesiano y deductivo mientras que el segundo era más natural, “ecológico” diríamos hoy, inductivo, emocional y espontáneo.

El francés, epitomizado por los apabullantes jardines de Versalles, servía para exaltar el absolutismo centralista del Rey Sol, del monarca absoluto: todas las miradas, todas las perspectivas servían para divisar a lo lejos la gloria de aquel inmenso palacio y de su señor. Y en el itinerario solo había una naturaleza domeñada por el ego del gran Luis, reducida toda la masa vegetal, acuífera y mineral a esquemas geométricos, armónicos y simétricos dentro de una grandiosidad barroca que aquellos nobles con peluca denominaban el bon goüt. Los accidentes naturales solo servían o de incordio a solventar o de delimitación de la gran masa de avenidas de setos recortados y macizos de flores con formas caprichosas y elaboradas.

En el llamado (curiosamente en el continente y no en la propia Inglaterra) “jardín inglés”, las colinas, árboles y arbustos adoptaban sus propias formas con total libertad, sin constricción a ninguna norma geométrica o artificial. Se trataba de una jardinería autónoma con la aspiración de representar la naturaleza exclusivamente con medios naturales que impresionó mucho al propio Rousseau. El resultado era a todas luces mucho más libre, antiautoritario y un punto desordenado, dando pie a un toque de exotismo, poesía y aventura, que hoy denominaríamos “interactiva”.

Las obras geniales de los mayores artífices de estos jardines paisajísticos, Bridgeman, Kent y, sobre todo, Capability Brown suponen nada más y nada menos que la reproducción, a escala, del itinerario vital de una persona. Un iter, que es el elemento fundamental del paisaje, lleno de sorpresas, de recodos y nuevos descubrimientos, donde el destino final, como en la propia vida, no se nos aparece sino al final de sendas serpenteantes, incluso tortuosas. En estos jardines donde el río no es un límite sino también un camino como en Studley Royal o un nexo de unión entre distintos acontecimientos vitales y paisajísticos en los que el agua es siempre diversa, siempre mutante heraclianamente hablando, donde el lago no es un adorno sino el centro de un circuito de donde manan todas las plurales perspectivas como en el Stourhead de Henri Hoare. Son jardines donde hay templos griegos, romanos, chinos o persas como en el viaje vital, real o soñado, de aquellos primeros turistas: los aristócratas ilustrados de la época, muchos de los cuales huían de su angustia vital prerromántica por el ancho mundo pintoresco e idílico del Grand Tour, sobre todo a Roma, o se deleitaban con los misteriosos cuadros paisajísticos de Claude Lorrain, que después reproducían con estos vergeles. Y cuando no podían hacerlo, huían por su jardín para meditar melancólicamente delante de sus falsas ruinas, atravesando puentecillos sobre relucientes estanques, se sentaban en los bancos a contemplar aquella naturaleza suavizada, que parecía casi real, aunque tampoco lo era, vagabundeaban entre estatuas de dioses desnudos o se escondían en grutas artificiales que supongo fueron muchas veces templos improvisados de Venus.

Los más prácticos cultivaban dicho jardín con las nuevas plantas milagrosas curalotodo como recomendaba el librepensador Voltaire o se hacían construir palacios palladianos, igualmente simétricos y armoniosos que los franceses si bien mucho más simples y proporcionados que sus rivales allende el estrecho y, además, tenían la “bula” de ser italianizantes.

En estos parques no faltaban casi nunca elementos arquitectónicos en puntos elevados dentro del paisaje para generar escenas pintorescas. Al llegar a un elemento arquitectónico se genera un nuevo punto de vista hacia otros y en consecuencia, el espacio es multidireccional, ya que no hay un punto de vista ni un solo recorrido que predomina sobre el resto. A la postre, con sus imitadores por todo el continente de Rusia a Portugal en el XIX, se llegó a un canon europeo de parque inglés que incluía un buen número de elementos románticos: siempre existe un estanque o lago con un puente o un muelle. Alrededor del lago suele encontrarse un pabellón hexagonal, a menudo con forma de monóptero (templo romano). A veces el parque incluye un pabellón gótico o chino. Y, con frecuencia, grutas y ruinas. Un ejemplo humorístico es Stowe donde las ruinas se llamaban “Templo de las virtudes modernas”. Estas ruinas acerbas no deberían faltar hoy tampoco de muchos parques…

La dicotomía jardinística era un ejemplo visual para manifestar la rivalidad política, comercial e intelectual entre aquellas superpotencias cultas de la época, entre la Inglaterra georgiana liberal y la Francia borbónica absolutista y proteccionista. Si los segundos se concentraban en un viaje por un espacio controlado, los primeros planteaban ya evocar un viaje por el tiempo, nostálgico y soñador, pero mucho más incontrolable. Hoy no hay ningún aspirante al dominio global que nos ofrezca un modelo de bello y reflexivo jardín, aunque todos nos quieran llevar a su huerto.

Por ello, aún se siguen contraponiendo los dos sueños de aquellos refinadísimos galos y anglosajones, aunque cada vez somos más los que fantaseamos con escapar de los gruesos nubarrones que nos acechan por las nuevas veredas y vergeles que nos puedan ofrecer el espacio-tiempo; y llegar a la par a una Arcadia recóndita en alguna lejana estrella y al nuevo Edén prometedor de un futuro mejor.

Texto publicado por: José Félix Merladet, el día 13 de febrero en www.deia.com

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