TradeSport 158 - Septiembre 2008

ts23 Atrás quedaron los días en que los artículos de lujo eran un privilegio reservado a la aristocracia o a la realeza. Hoy, aquellos talleres familiares donde marcas como Prada, Louis Vuitton o Yves Saint Laurent fabricaban artículos exclusivos se han convertido en corporaciones cuyos objetivos ya no son la calidad y la exquisitez sino los mismos que mueven a toda la sociedad de consumo: publicidad, imagen de marca y... beneficios. La cantidad ha sustituido el refinamiento y ya no importa lo que el artículo es, sino lo que representa. La función de los artículos de lujo hoy es permitir que la clase media emule a los ricos y acceda a un estilo de vida que tradicionalmente le estaba vedado. Dana Thomas, periodista especializada en moda y cultura, nos brinda, en Deluxe, cuando el lujo perdió esplendor (Ediciones Urano) una mirada privilegiada entre los bastidores de la opulencia para revelarnos todos aquellos secretos de estos cambios en el concepto de lujo. ¿Podemos hablar de democratización del lujo, o éste ha perdido su razón de ser? ¿Cómo ha afectado la masificación a la calidad de los productos? ¿Y por qué, pese a todo, las grandes marcas siguen siendo el emblema de lo chic? Y la gran pregunta: ¿es hoy el lujo lo mejor que el dinero puede comprar? La industria de los artículos de lujo, como se la llama hoy, es un negocio de 157.000 millones de dólares. Treinta y cinco de las grandes marcas controlan el 60 por ciento del mercado y la mayoría de ellas alcanzan ingresos anuales por encima de los 1.000 millones de dólares. La mayor parte de las empresas del lujo que conocemos en la actualidad empezaron hace un siglo o más como una tienda regentada por un solo hombre en la que se vendían hermosas piezas confeccionadas a mano. Hoy, todas esas empresas todavía llevan el nombre de los fundadores, pero en su mayor parte son propiedad y están dirigidas por magnates que en las últimas décadas las han convertido en corporaciones multimillonarias y en marcas globalmente omnipresentes. El lujo, tal y como lo conocemos hoy, nació en Francia, bajo el reinado de los Borbones y los Bonaparte, y fueron fundadas por humildes artesanos que crearon los objetos más bellos que la corte podía imaginar. Con la caída de la monarquía y el ascenso de las fortunas industriales a finales del siglo XIX, el lujo pasó a ser propiedad de las viejas fortunas aristocráticas europeas y una elite de familias norteamericanas que se movían en círculos sociales cerrados. El lujo no era únicamente un producto. Ponía de manifiesto una historia de tradición, calidad superior y muchas veces una mimada experiencia compradora. El lujo era un elemento natural y se daba por supuesto en la forma de vida de la clase alta, al igual que pertenecer a los clubes correctos o tener el apellido adecuado. Era un territorio exclusivo de los ricos en el que la plebe no osaba entrar. Pero todo empezó a cambiar con el terremoto juvenil de la década de 1960. Las revoluciones políticas de aquella época derribaron en Occidente las barreras sociales, incluyendo la que separaba a los ricos del resto. El lujo quedó pasado de moda y así permaneció hasta que en la década de 1980 emergió demográficamente la nueva y financieramente poderosa ejecutiva soltera. La meritocracia americana entró en floración. Cualquiera podía ascender por la escala social y regalarse con el boato del lujo que trajo consigo su recién hallado éxito. Los ingresos disponibles se habían incrementado en las naciones industrializadas durante los últimos treinta años. Hombres y mujeres habían retrasado el matrimonio para más adelante en sus vidas, quedando libres para gastar más en sí mismos. Los magnates y financieros vieron el potencial. Compraron -o se hicieron cargo- de empresas del lujo de ancianos fundadores o herederos incompetentes, convirtieron las casas en marcas. Luego pusieron los ojos en un nuevo público objetivo: el mercado de gama media, ese amplio sector socioeconómico que incluía a todo el mundo, desde profesores y ejecutivos de ventas hasta empresarios de alta tecnología o habitantes de urbanizaciones. La idea, explicaban los ejecutivos del lujo, era «democratizar» el lujo, hacerlo «accesible». Todo sonaba muy noble. Pero no lo era. El objetivo, puro y simple, era hacer tanto dinero como fuera posible. Para llevar a cabo esta «democratización», los magnates desencadenaron un doble ataque. En primer lugar, promocionaron sus marcas sin piedad. Incitaron a sus diseñadores a escenificar extravagantes y provocativos desfiles de moda que costaban millones de dólares para suscitar controversia y lograr portadas. Vistieron a celebridades, que en compensación les contaron a los periodistas alineados a lo largo de la alfombra roja quién les había proporcionado los vestidos, joyas, bolsos, esmóquines o zapatos. Empezaron a esponsorizar a deportistas de elite y acontecimientos tan espectaculares como la copa de regatas Louis Vuitton en la America's Cup, o Chopard en el Festival de Cine de Cannes. El mensaje estaba claro: compre nuestra marca y también llevará una vida de lujo. A continuación los magnates hicieron sus productos más asequibles, física y económicamente. Introdujeron accesorios de moda a precios más bajos y que todo el mundo se podía costear. Ampliaron su radio de ventas convirtiendo la tienda original familiar de roble pulido y unas pocas franquicias en ultramar en una vasta red global con miles de tiendas que son tan omnipresentes y asequibles como Benetton o Gap. Crearon outlets para vender restos de serie a precios de saldo, abrieron sitios web para vender por Internet y aumentaron espectacularmente su cuota en las ventas minoristas de duty-free. Para incrementar aún más sus cifras, las empresas del lujo han introducido accesorios de fabricación barata y precios bajos -tales como camisetas atestadas de logotipos, bolsas de nailon para productos de aseo y bolsos en tela de vaqueros- y han incrementado su gama de perfumes y cosméticos, todo lo cual aporta sustanciosos beneficios al ser vendidos en grandes cantidades. La clienta media no puede permitirse un vestido hecho por encargo de 200.000 dólares, pero sí puede gastarse 25 dólares en una barra de labios o 65 dólares en un frasco de agua de colonia para alcanzar un pedazo del sueño del lujo. La autora de este interesante libro lo tiene claro: la industria del lujo ha cambiado la forma de vestir de la gente. Y ha reorganizado nuestro sistema económico de clases. Ha cambiado nuestra forma de interactuar. Ha entrado a formar parte de nuestro tejido social. Para lograrlo, ha sacrificado su integridad, socavado sus productos, empañado su historia y engañado a sus clientes. Para hacer «accesible»el lujo, los magnates lo han despojado de todo aquello que lo hacía especial y han conseguido lo que querían: hoy el lujo es realmente democrático: es accesible para todo el mundo, en cualquier lugar y a cualquier precio… La función de los artículos de lujo hoy es permitir que la clase media emule a los ricos y acceda a un estilo de vida que tradicionalmente le estaba vedado, [ l i b r o s ] El lujo pierde glamour “El lujo es una necesidad que empieza donde termina la necesidad” Coco Chanel

RkJQdWJsaXNoZXIy Njg1MjYx