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El árbol y las zonas verdes ejercen un efecto balsámico para la salud

En clave de opinión: el hecho urbano, los espacios verdes y la psique humana

Mónica Daluz25/06/2008

25 de junio de 2008

Observo un minúsculo parque con cuatro columpios infantiles. Cuatro, literalmente. Simples pero suficientes: el tobogán, una casita elevada y un par de balancines. En medio de esas evocadoras estructuras de vistosos colores se yergue, como por casualidad, un arbolito rechoncho que a palmo y medio del suelo despliega sus robustas ramas invitando a ser tomado, retando a los chiquillos en sus ansias exploratorias, a ser tiernamente invadido. Desde el murete que enmarca el escueto parque y que acabo de convertir en observatorio psicopedagógico improvisado, voy tomando notas. Aquella protuberancia de la naturaleza parece ejercer una misteriosa fuerza de atracción sobre los niños, que se le acercan según van llegando; me vino a la cabeza aquella montaña de Encuentros en la Tercera Fase que tenía semiabducidos a aquel variopinto grupo de individuos arrastrados por una insólita visión común ...
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La primera en llegar es una niña de largos cabellos, arrolladora, llena de vitalidad, que teniendo el parque enterito sólo para ella, escoge sin vacilar, el árbol como compañero de juego. Enredada entre sus ramas se enzarza en lo que desde aquí podría jurar que es una conversación. Niña y árbol parecen estar en mutua simbiosis. ¿Será el árbol el último cordón umbilical que nos conecta con una naturaleza que se nos escapa irremediablemente?

Siguen llegando parvos. Los más pequeños se atrincheran tras las ramas, que se les antojan enormes aunque no lo son, tratando inútilmente de no ser descubiertos por el compañero que eligió el tronco para contar... mientras otros, más creciditos y ciertamente alborotados, simplemente, corren a su alrededor.

Me sobrecoge el extraño vínculo que observo entre niños y árbol. Entonces caigo en la cuenta del simbolismo que rodea al susodicho. El árbol es sinónimo de vida. Ya había uno en el Jardín del Edén; en los cuentos y leyendas populares aparecen árboles padre y árboles madre; en la mitología griega, Dafne es transformada en árbol de laurel para escapar de Apolo; en la mitología de las selvas de Malasia, el dios creador convierte en árbol a la mitad de los seres humanos para resolver el problema de la superpoblación mundial; en Indonesia se planta un árbol frutal por cada niño que nace y según la tradición popular sus espíritus quedarán ligados para siempre; los maoríes y los papúas también unen la vida del recién nacido al árbol, y en las tribus del Cercano Oriente las mujeres jóvenes se tatúan la imagen de un árbol en el abdomen para propiciar la concepción. Los psicólogos estudian cómo los niños dibujan árboles y el resultado es tomado como indicativo de sus rasgos de personalidad. Y dicen que los enfermos ingresados en centros hospitalarios se recuperan antes si desde los ventanales de su habitación pueden ver árboles. Podríamos seguir...

No cabe duda de que la presencia del árbol y las zonas verdes en la ciudad ejercen un efecto balsámico para el alma o, en definitiva, para la salud psíquica. Es curioso, las personas construyen la ciudad y después, de algún modo, la ciudad construye a las personas, determinando su manera de pensar, sentir y actuar. De hecho, vivir en la ciudad constituye una categoría relevante y diferencial desde el punto de vista de la psicología, pues a la estructuración de la trama urbana están vinculados los procesos sociales, los estilos de vida y, en consecuencia, el desempeño individual.

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Inmersa en mis reflexiones, con la atención extraviada durante un buen rato pero todavía con la mirada clavada en aquel dócil árbol, me centro nuevamente en él. Los niños van marchando a sus quehaceres, que los tienen, y muchos, aunque sean niños, y son arrancados a regañadientes del cobijo de aquel amigo inmóvil con el que han aprendido, de algún modo, a dialogar. Se van para volver a la vida a golpe de horario tras el breve paréntesis de su cita diaria con su singular compañero de juegos, con la certeza de de que allí estará también mañana. Si le han caído hojas lo tomarán por enfermo y jugarán a médicos, si le falta una ramita patrullarán el parque en su busca y si un nuevo brote nace, entonces jugarán a papás y mamás, porque a sus ojos su árbol es siempre distinto. Para ellos, como ocurre en la naturaleza, todo es así de simple y así de mágico al mismo tiempo.

Me pregunto quién decidió que precisamente este árbol fuera plantado aquí, y si se le ocurrió así, porque sí, o si lo hizo a conciencia, previendo el conmovedor espectáculo de que he sido testigo.

Compensar la desnaturalización con espacios verdes

Este hábitat natural del hombre civilizado, espacio de concentración de aspiraciones humanas, de esperanzas y utopías, ha creado un nuevo entorno para la vida humana y su irrupción ha supuesto una ruptura de las pautas de integración social aunque, paradójicamente, la urbe debería ser precisamente un espacio de sociabilidad. Algunos autores afirman que la gran ciudad reduce el impulso solidario como consecuencia del proceso activo de adaptación a las condiciones de sobrecarga informativa, que satura el sistema atencional del individuo. La densidad de usos y tareas, la heterogeneidad de usos y pobladores urbanos, la disminución del sentimiento de control sobre el espacio urbano, la pérdida de referencias simbólicas y de identidad, o la dificultad para establecer y estructurar redes sociales de apoyo, constituyen otros de los rasgos de la experiencia urbana. Aunque no todo es negativo en la urbe. Al respecto, el psiquiatra José Luis Rojas Marcos opina que “en las ciudades grandes la convivencia es más fácil, por ser éstas más abiertas y tolerantes, y gracias también al anonimato del que se goza en ellas, mientras que en las poblaciones pequeñas se toleran menos los cambios y la persona tiene la sensación de estar bajo vigilancia…”

En cualquier caso, para equilibrar esta balanza de desnaturalización, para reducir esa fatiga psicológica que supone la adaptación al tecnificado entorno urbano, contamos con una herramienta, digamos, compensatoria: los espacios verdes; con su correcta gestión, un espacio urbano de calidad dejaría de ser una utopía. Sobre este asunto, el profesor José Antonio Corraliza, del Departamento de Psicología Social y Metodología de la Universidad Autónoma de Madrid, propone el uso de los espacios libres urbanos como espacios restauradores que permitan “que el individuo se recupere de los excesivos costes que produce la satisfacción de las demandas producidas por el entorno urbano habitual y las actividades a él ligadas”, y subraya “la importancia psicológica que tiene el equipamiento de jardines, parques, plazas y, en general, espacios urbanos libres”.

Porque el paisaje urbano determina la experiencia emocional y social del urbanita, porque conforma nuestra identidad y porque la identificación con el lugar donde habitamos es elemento clave en el bienestar individual y colectivo, el diseño de las zonas verdes urbanas va a ser una cuestión de máxima relevancia en la redefinición de la ciudad. He aquí que el árbol cobra especial protagonismo pues, como afirma el profesor Fàbregas “es mucho más importante plantar poco y de calidad, tener en cuenta qué especies plantamos y en qué condiciones, porque eso hará que los árboles perduren a lo largo del tiempo y se conviertan así en elementos que caractericen nuestras ciudades”.

La influencia del diseño urbanístico, en especial de parques y jardines, en la cohesión social es también indiscutible; cuántas veces hemos visto jardines convertidos en guetos urbanos por haberse diseñado sin valorar su ubicación, ni los pequeños detalles de uso, ni si las dimensiones son las adecuadas, en definitiva sin pensar en quién lo usará, para qué o qué actividades se podrán realizar…

Sea como sea, la urbanización de la humanidad sólo se sostendrá humanizando las ciudades, equilibrando los espacios verdes de calidad con los espacios de cemento, y buscando el camino de vuelta al ágora…

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