La generación de los sueños rotos

En Japón, en la década de los ochenta, los bienes inmuebles suponían el 20% de la riqueza mundial, cinco veces más que la suma de todo el equivalente de Estados Unidos. Se dice que el valor de los campos de golf japoneses doblaba el valor de capitalización de la bolsa australiana. También el precio de las acciones alcanzó límites inimaginables. Entre 1984 y 1989 el índice Nikkei pasó de los 11.500 a los 39.000 puntos, un aumento de valor de casi el 340% en sólo cinco años, el país crecía a ritmos vertiginosos desde hacía décadas y parecía que aquello no iba a terminar nunca. Pero en 1990, de golpe, se terminó.

Entonces empezaron a bajar los precios de las viviendas y a caer las cotizaciones bursátiles. La deuda pública pasó del minúsculo 3% de 1990 a más del 200% en la actualidad. Los ciudadanos dejaron de consumir, las empresas disminuyeron drásticamente sus inversiones y el paro, casi inexistente hasta entonces, comenzó a hacerse patente en la vida de los japoneses. El país dejó de crecer y empezó a alternar años de recesión con otros de crecimientos muy bajos. Y así siguen después de veintidós años.

Los paralelismos entre la situación española a partir de 2008 y la japonesa de 1990 son evidentes. Estallido de la burbuja inmobiliaria, crisis bancaria, desplome de la bolsa, elevado déficit público, caída del consumo, aumento el paro... Con algunos aspectos más desfavorables en relación con ellos, allí cuentan con moneda propia y un banco central que actúa sobre la base de los intereses nacionales, allí la deuda pública está en manos japonesas, el paro nunca ha superado el 6% y su potencial exportador es mucho más sólido. España cuenta, sin embargo, con algunas ventajas, y su pertenencia a la Unión Europea no es la menor de ellas. Dicho esto, ¿podemos augurar para España una evolución similar a la de Japón? Tal vez sí, pero tal vez eso no sea tan terrible.

A los jóvenes japoneses de 1990, hoy ya no tan jóvenes, se les ha llamado la generación de los sueños rotos. Una generación que se ha acostumbrado a vivir en la austeridad, a consumir poco, a racionalizar el ahorro y todo ello manteniendo una razonable calidad de vida. Hoy Japón está en el punto de mira de muchos economistas y sociólogos porque se considera el preludio de lo que puede acontecer en las economías de buena parte de los países occidentales en un futuro inmediato y singularmente en España. Quienes han estado en Japón recientemente cuentan que, a pesar de que el país lleva dos décadas con un crecimiento casi nulo, apenas llega al 1% de media, la imagen que ofrece Japón es muy positiva. Se ve actividad en las calles y en los comercios, los servicios públicos funcionan eficientemente, no hay mendigos ni ancianos hurgando en los contenedores y los jóvenes andan por las aceras ensimismados con los últimos modelos de smartphones y tabletas. Ya no compran coches, pero van en bicicletas italianas de moda. De hecho han dejado de gustarles los coches que ya no pueden comprar. La experiencia japonesa demuestra que es compatible una alta tasa de bienestar con un estancamiento económico, que una cosa es el crecimiento y otra la prosperidad y que ésta es posible sin elevadas variaciones del PIB.

Curiosa paradoja. Hasta ahora, Japón era el paradigma de lo que no debía ocurrir. Veinte años de crisis no son un buen balance a los ojos de los mercados y de la opinión pública occidental. Pero si matizamos la expresión y hablamos de veinte años de estabilidad y bienestar sin crecimiento, la valoración puede ser muy distinta. España lleva cuatro años sin crecimiento y sin prosperidad. Y, lo que es peor, sin horizonte. Muchos dicen que esto va para largo y empiezan a hablar, como en el Japón de los ochenta, de la década perdida. Tal vez sí. Pero una mirada atenta a la experiencia japonesa puede ser un buen antídoto contra el pesimismo.

Tomemos buena nota. En Japón el protagonismo del sector público en el consumo y en la inversión ha sido decisivo para la estabilización de la economía. Las diferencias de renta entre los más ricos y los más pobres, entre los salarios de los altos ejecutivos y de los que cobran salarios más modestos, están entre las más bajas del planeta. Y la tasa de ingenieros y licenciados superiores entre las más altas. Mientas tanto, aquí seguimos recortando servicios básicos y subiendo impuestos indirectos que fulminan a las clases medias.

Hay caminos alternativos que invitan al optimismo. Si esto, como parece, va para largo, tal vez podamos recomponer nuestro futuro con los pedazos de los sueños rotos de esos jóvenes japoneses que van a la universidad en bicicleta.