El valor de la cumbre
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Llevamos ya unas 18 horas en el campo base tragando todo lo que nuestros cuerpos admiten después de que ayer bajáramos de la pared del Paiju. Han sido los 10 días de actividad más intensa que mi cuerpo recuerde en muchos años, pero, como siempre nos sucede, dentro de apenas unos meses todo este esfuerzo quedará involuntariamente arrinconado y nuestra mente solo fijará los buenos momentos y los maravillosos atardeceres en la hamaca con vistas al Masherbrum y al Baltoro.
El día 25, cuando escalamos hasta la arista cimera del pilar, ayudados también en la decisión -todo hay que decirlo- por las buenas previsiones meteorológicas y por lo tardío de la hora, decidimos que al día siguiente volveríamos a escalar hasta la cumbre. Y no solo por esas razones, sino por un convencimiento pleno también de que este tipo de ascensiones deberían acabar (siempre que sea posible y razonable) en la cumbre, desterrando estas nuevas tendencias de origen más deportivo que admiten acabar una vía en cualquier punto de una arista perdida, o en muchos casos en cualquier lugar que exija el uso de otro tipo de material que suponga un acarreo extra de peso para conseguirla. Aunque, como siempre, todo esto es una opción libre y totalmente personal.
A todo esto (y aunque parezca que contradice lo anterior) para entonces ya habíamos tomado la decisión de conformarnos con la cumbre del pilar. Después de todo el despliegue físico que habíamos realizado en esos días, no lo veíamos para nada claro, y nos sentíamos mucho más que satisfechos con conseguir esta cumbre, aunque de menor altura, de un valor cualitativo mucho mayor para nosotros. Y, aún siendo conscientes de que esto suponía un retroceso en cuanto al planteamiento que hicimos en casa, también es de sabios reconocer cuándo algo se te va de las manos y ha sobrepasado el plan inicial.
El día 26, cinco metros después salir de las hamacas, por las cuerdas fijas rumbo a la cumbre, una coincidencia espacio-temporal de mi hombro con un bloque de granito del tamaño de una caja de zapatos me dejó totalmente incapacitado para cualquier cosa que no sea maldecir mi mala pata al principio, y para reconocer después quizás algo de suerte en que el proyectil no circulara 20 centímetros más a la derecha en su bajada, lo que hubiera causado consecuencias letales.
Tras asegurarse de que no había nada roto y de que mi estado no iba a empeorar por unas horas más de espera, mis compañeros se lanzaron a por la cumbre; con alguna que otra sorpresa, les llevó apenas un par de horas alcanzar el punto más alto del pilar sur del Paiju Peak.
Después de todas estas reflexiones, sigo estando más que contento con lo conseguido a nivel personal, pero con la gran pena de no haber vivido el momento irrepetible de estar allí con mis amigos de escalada, en ese lugar donde todo lo que se ve está por debajo del nivel de tus botas.