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El Proyecto Orca: Una historia de dos hermanos

REDACCIÓN - @OUTDOORACTUAL i Salewa05/06/2020
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Esta historia comienza en Anterselva, hace diez años. Los protagonistas son dos hermanos, Manuel y Simon, a los que les encanta pasar el tiempo juntos, sobre todo donde se sienten como en casa. Sus juegos favoritos se distinguen de los del resto de los jóvenes: nada de videojuegos ni consolas ni cartas. Donde más a gusto se encuentran es entre montañas, entre peñascos y bosques, donde se dirigen siempre que quieren hacer algo juntos.

La revelación les llega una cálida tarde de agosto, uno de esos días en los que el aire sopla cálido y pegajoso, y la idea de escalar hacia lo alto resulta de lo más tentadora. «Oye, Manuel», empieza a decir Simon mientras se toma una cerveza helada enfrente de casa. «¿Qué te parece si vamos a probarlo mañana?».

Manuel alza la vista hacia donde está apuntando Simon, a lo lejos, hacia el norte. Solo transcurre un momento antes de fijar la mirada en el Durrerspitze, y se dibuja una sonrisa en su cara. «¿Sabes qué te digo? Que no me parece mala idea. No tengo toda la información, pero creo que tiene que haber hueco ahí para una vía. La roca tiene buena pinta». Simon entorna los ojos y los protege del sol con la mano. «Sí, Manuel, yo también lo creo. Vale, pues mañana probamos»..

DE AZUL A GRIS
Solo son las seis de la mañana cuando Simon y Manuel emprenden el camino. Los mirlos todavía siguen con su canto mañanero, su oda personal al sol y al nuevo día. El camino es largo. Las mochilas pesan, llenas del aparatoso equipo de siempre, pero los hermanos suben con celeridad, dejando atrás el lago azul de Anterselva y adentrándose en el pedregal gris que sube hacia lo alto. La recompensa por ese esfuerzo siempre está ahí, justo delante de ellos, cada vez más definida: una roca lisa, pero escarpada; imponente, pero atractiva; difícil, pero posible.

NO TODAS LAS CUERDAS SON VISIBLES
Ha llegado la hora de atarse. Este siempre es un momento especial, como aceptar un pacto, o mejor, un juramento. «Estoy aquí», dice la primera vuelta de la cuerda en el arnés. «Tendré cuidado», dice la segunda. «Cuidaré de ti», se oye al seguir el nudo. Atarse es como hacer un juramento: atarse a tu hermano es la representación material de algo que siempre ha existido, desde el momento en el que nacisteis. Sobran las palabras, no hace falta decir nada. Es como es y punto. «Vale, estoy listo», murmura Simon. Manuel asiente, alerta. .

Hay una esquina. Una esquina debajo de un pequeño techo. Después un punto de descanso y un hueco que parece ideal para colocar una clavija. Empieza el baile, un juego de equilibro en vertical, pisando en adherencia y colocando levas cada vez más pequeñas. Una pequeña terraza, un techo y se termina la cuerda. Montan un anclaje. «¡Estoy seguro!», grita Simon. Transcurren unos minutos de maniobras conocidas, probadas, tantas veces repetidas, en silencio. Y se alza la débil voz de Manuel desde abajo: «¡Subo!».

El primer largo solo es el principio, el segundo una promesa. Pero, por desgracia, el tercero no cumple su palabra: hay dos enormes bloques incrustados dentro de una chimenea. Es imposible rodearlos. Se mueven con tan solo mirarlos, tambaleándose con locura. Parecen tener un equilibrio extraño: son demasiado inestables para escalarlos, pero están incrustados tan firmemente que no se soltarían.

OTRO MOMENTO
Después de varios intentos, cansados ​​y cubiertos de arañazos, Simon y Manuel deciden hacer rappel. Inevitablemente se sienten un poco incómodos, después de pasar unas horas con los pies colgando en el aire y dos obstáculos listos para rodar hacia ti sin mucha consideración.

El camino de regreso, de gris a azul, es silencioso y está esparcido por pausas fugaces en las que apenas te paras, limitándote a dar la vuelta, observar, suspirar y sacudir la cabeza. Exhala Manuel, desanimado pero positivo. Simon asiente, permanece en silencio, mientras continúa poniendo un pie delante del otro.

LA VIDA SIGUE
La vida sigue. Y pasa volando, porque no hace falta más que distraerse un día para ver cómo los días se convierten en semanas, las semanas en meses y los meses en años. Diez años para ser exactos. Diez años durante los cuales las vidas de los hermanos Gietl siguieron por caminos diferentes, que se entrelazaron de vez en cuando. Es algo normal cuando se crece, igual hasta inevitable: el trabajo, la familia, los amigos y, de un momento a otro, te das cuenta de la de tiempo que ha pasado desde la última vez que viste a tu hermano y cómo ha tenido que cambiar la relación.

Pero la relación entre Simon y Manuel es sólida, una de esas en las que no dependes de una rutina diaria de rituales compartidos, sino de una historia, una con fundamento. No cuesta mucho volver a encontrarse.

COMO UNA VAINA
Todo el mundo sabe que las orcas no son peces, sino mamíferos. Pero no todo el mundo sabe que estas increíbles bestias, blancas y negras como la pared del Durrerspitze, tienen una estructura familiar muy sólida, conocida como vaina o manada. Cada vaina tiene su manera específica de cazar, de moverse e incluso de comunicarse. Está claro que las orcas tienen sus propios dialectos. El vínculo que une a los miembros de una misma vaina dura de por vida y, aunque pase mucho tiempo, las orcas siguen reconociéndose las unas a las otras, se siguen comunicando entre ellas y coordinando juntas sus complejos proyectos.

Proyectos complejos que se puede relacionar a la actividad humana de abrir una vía, por ejemplo. O, mucho mejor, como escalar los dos bloques incrustados y abrir así una nueva vía clásica, que los hermanos empezaron hace diez años, sobre una pared blanca y negra de sus montañas. Así llamaron a este proyecto: "Proyecto Orca".

Porque el tiempo cambia ciertas cosas. Pero, sobre otras, no tiene ningún poder.