No es posible un mundo sin química
Vicepresidente y director general de Feique01/10/2005
Basta echar un vistazo a las campañas de los grupos ecologistas para darse cuenta de su interés en presentar a la química (la sintética o industrial) prácticamente como el origen del Apocalipsis. De hecho, la campaña de Greenpeace de tóxicos químicos tiene la siguiente introducción: “la producción, el comercio, la utilización y la liberalización de la mayoría de productos químicos sintéticos se considera como una de las mayores amenazas a nivel global para la salud humana y el medio ambiente”. Vamos, ni la Guerra de las Galaxias.
Mejor parados salimos en la presentación de la campaña de tóxicos de WWF-Adena: “…Tras la segunda guerra mundial, se inició una auténtica revolución química que ha cambiado la vida de la humanidad. Muchos de estos productos han sido muy beneficiosos, como es el caso de muchos medicamentos o productos industriales, pero otros muchos han mostrado efectos inesperados de extraordinaria gravedad. Para muchas especies la agresión química constituye la mayor amenaza que sufren actualmente, y el ser humano no es una excepción”. Al menos en esta ocasión se nos concede algún beneficio, aunque la amenaza persiste.
Lo cierto es que la química ha supuesto una auténtica revolución, y realmente el riesgo químico existe. Hoy, uno de cada 10.000 vacunados puede sufrir efectos adversos o rechazo a las vacunas. Sin duda es un riesgo. Antes no los había. Antes, e indefectiblemente, millones de personas morían a causa de enfermedades y epidemias hoy en mayor o menor medida controladas como la poliomielitis, hepatitis, tifus, cólera, gripe, o tuberculosis.
Pero no sólo las vacunas. Todo tipo de medicamentos han permitido no sólo elevar la esperanza de vida del hombre, sino también que la vivamos en mejores condiciones. La esperanza de vida en 1900 era en Europa inferior a los 40 años. Hoy prácticamente la hemos duplicado.
Y no sólo la química farmacológica ha sido fundamental, sino que otros productos químicos han contribuido sustancialmente a mejorar nuestra calidad de vida, y en especial todos aquellos que han elevado nuestros niveles de higiene y protección sanitaria, tal y como muestra John Emsley en su libro “Vanidad, Vitalidad, Virilidad: La química mejora nuestra calidad de vida”, publicado el pasado año. En 1850, vivían en Londres dos millones y medio de personas, y en ese año se registraron 48.557 muertes de las que 26.325 se debieron a infecciones microbianas. Evidentemente, no disponían ni de sustancias potabilizadoras del agua, ni de detergentes, ni de los productos de limpieza que esta industria ha creado para prevenirlos, ni tampoco de los medicamentos adecuados para combatir la infección. Hoy, en Inglaterra y Gales, con una población de 45 millones de habitantes, sólo 3.500 muertes se deben a las mismas causas. La conclusión es sumamente sencilla: la química ha permitido que los gérmenes que hace 150 años acababan con uno de cada 95 habitantes, hoy sólo sean capaces de hacerlo con uno de cada 13.000.
Los ejemplos de lo que la química ha aportado son múltiples y variados, pero baste decir que sin ella no existiría ni la revista que tiene en sus manos (el papel se obtiene por procesos químicos y la tinta es una sustancia química), ni la informática (ya sean de silicio o arseniuro de galio, los chips son química). La música sólo podría escucharse en directo (los discos compactos, los DVDs, o los ya casi extintos discos de vinilo se fabrican con sustancias químicas), deberíamos volver a conducir carretas (sin la química, olvidémonos de los neumáticos, del líquido de frenos, de los combustibles, del airbag y de decenas de componentes), y deberíamos olvidarnos de todos los avances de los que hoy disfrutamos, porque prácticamente no existe un solo objeto fabricado por el hombre que no precise en mayor o menor grado de sustancias químicas.
En cualquier caso y pese a todo, estoy convencido que ni siquiera el más ferviente y radical quimífobo renuncia a las sustancias químicas. Estoy seguro de que leen libros, ven la televisión, navegan por internet, conducen coches, y cuando van al dentista no renuncian a la anestesia. El problema es la exageración permanente, ya que no permite establecer ningún debate científico constructivo.
Esta estrategia ya la aconsejó en 1989 el climatólogo y profesor de la Universidad de Stanford, Stephen Schneider, quien sin ningún pudor afirmaba “para capturar a la imaginación pública tenemos que hacer declaraciones simples y dramáticas, y poca mención de cualquier duda que podríamos tener. Cada uno tiene que decidir el correcto balance entre ser efectivo y ser honesto”.
Lo malo precisamente de esta estrategia es que pueda ser efectiva, que consiga destruir la industria que en mayor medida contribuye a la mejora de nuestra calidad de vida y, como subrayó la propia ONU en Johannesburgo, la que más comprometida está con el desarrollo sostenible.
Otro aspecto clave sobre el que se apoyan los quimífobos es la aplicación del principio de precaución, con cuya esencia estoy completamente de acuerdo, pero que no puede aplicarse con la radicalidad que exigen: prohibir todo aquello que no pueda demostrar ser un 100 por cien seguro.
Una frase del Cardenal Richelieu puede ofrecernos el alcance del problema. El Cardenal decía: “que me den seis líneas escritas del puño y letra del hombre más honrado del mundo, que encontraré motivo para hacerlo ahorcar”. O lo que es lo mismo, “que me den cualquier nueva tecnología, proceso o producto, que encontraré un riesgo para prohibirlo”.
Llevar el principio de precaución al límite, nos obligaría a renunciar a cualquier avance. Lamentablemente, es fácil convencer a la opinión pública de que debemos prohibir sustancias sintéticas cancerígenas o capaces de producir alteraciones endocrinas. Suena, en efecto, terrible. Lo que los ecologistas no explican, es que en una sola taza de café hay más sustancias cancerígenas naturales que los residuos de pesticidas que podemos encontrar en los alimentos que consumimos a lo largo de un año, que la potencialidad estrogénica de un guisante es 40.000 veces superior a la de cualquier estrógeno sintético, o que la manzana contiene cianuro de forma natural. Si no prohibimos el café, los guisantes o las manzanas, ¿en qué nos basamos para solicitar la prohibición de muchas sustancias que tienen una potencialidad cancerígena, estrogénica o tóxica infinitamente menor?
Por eso es preciso eliminar la demagogia del debate. Si de veras queremos que la nueva legislación sobre sustancias químicas sea efectiva y contribuya a incrementar la protección de los consumidores, hagámoslo en base a la ciencia, que guste o no, es la herramienta que hace avanzar a la Humanidad.