Cuando el caucho se convirtió en goma
Historia de un asunto pegajoso
Hace medio siglo se tuvo noticias, por primera vez en el Viejo Mundo, de la existencia del caucho. Pero en aquel tiempo no se tenía ni idea de para qué podía servir esa pasta elástica y correosa. En cambio, los mayas, los pobladores indígenas de América Central, conocían desde mucho antes las fascinantes propiedades de la goma natural. En base a informaciones de la feria de Düsseldorf, ofrecemos aquí un rápido resumen de la historia del caucho.
Los mayas formaban con la goma natural "pelotas que botaban de manera extraña", según relataron los expedicionarios al regresar del Nuevo Mundo. Los indígenas utilizaban el jugo lechoso y pegajoso de la planta del caucho ‚látex‘ como pegamento para confeccionar calzado y para hermetizar vasijas. A este lado del "charco" tuvieron que pasar decenios y siglos antes de que se empezara a interesarse por las "lágrimas del árbol que llora". Ahora bien, los artículos confeccionados de caucho natural se volvían porosos al poco tiempo y, al calentarlos, estaban endiabladamente pegajosos. Las cosas no cambiaron mucho hasta que el estadounidense Charles Nelson Goodyear inventara la vulcanización en caliente a mediados del siglo XIX. La combinación de azufre y calor hizo que la pegajosa masa de caucho que envejecía rápidamente se convirtiera finalmente en goma refinada de larga vida.
El 8 de noviembre de 1519, el caballero aventurero español Hernán Cortés, cabalgando y acompañado de sus huestes, fue el primer rostro pálido que llegó a Tenochtitlán, la capital de los aztecas, sobre cuyas ruinas se erigió posteriormente la populosa metrópoli de Ciudad de México. En honor de los huéspedes europeos, el emperador azteca Moctezuma II organizó una fiesta magnífica. Una atracción durante la misma fue un juego que desconocían los conquistadores españoles y que consistía en que dos equipos debían tratar alternativamente de introducir una pelota del tamaño de una cabeza de niño por el hueco de una lancha de piedra. Para ello podían empujar solamente con los hombros, los brazos y el culo. Los invitados se maravillaron al ver cómo la pelota saltaba sobre el duro suelo de piedra del campo de juego, como si en su interior encerrara alguna fuerza misteriosa.
Al preguntar los españoles por la naturaleza del material, los anfitriones respondieron que se trataba de las lágrimas de Catuchu, el jugo blanco de los "árboles que lloran". El poético nombre de Catuchu se lo habían puesto los indígenas al árbol del caucho y de él se derivó el nombre ahora usual del caucho. Ese material debía de conocerse en Sudamérica al menos desde el siglo XII, según revelan las representaciones de juegos de pelota y asimismo pelotas halladas en el curso de excavaciones. También el navegante Colón tropezó en 1495 con las bolas saltarinas de los indígenas durante su segundo viaje por las Antillas. Parece ser que trajo caucho por primera vez de Haití a Europa, donde ese material exótico y sospechosamente flexible fue admirado por todo el mundo, pasando de una mano a otra, como cosa curiosa, durante las veladas sociales. Pero aparte de eso no hubo más.
El caucho como atracción exótica
Durante los dos siglos siguientes no ocurrió casi nada por lo que respecta al caucho. Sólo en el siglo XVIII resurgió el interés en los meridianos europeos por la pasta resinosa originaria de ultramar. A la Academia francesa de las Ciencias llegó en 1736 un paquete que contenía varios rollos de caucho virgen, para fines de investigación. La resina tropical elástica fue analizada y ensayada a fondo, pero no se supo darle ninguna aplicación práctica. Tampoco en 1759, cuando un buque mercante cargado de balas de caucho hasta la cubierta superior arribó a tierras europeas. Los primeros negocios pusilánimes con las "lágrimas del árbol del caucho" no fueron más allá de ofrecer en París y Londres muestras de caucho cortadas en forma de cubitos, como atracción y hechizo mágico.
El mecánico inglés Edward Naime parece ser que en 1770 tuvo la idea de cómo se podría ganar dinero a espuertas con los cubitos del material pegajoso importado del Amazonas. Por pura casualidad había advertido que, con el caucho, era posible borrar las rayas trazadas con un lápiz corriente. El descubrimiento casual de Mr. Naime se convirtió en un negocio lucrativo. El afortunado creía que el caucho procedía de la India y lo vendía en porciones como "Indian Rubber" (goma de borrar de la India). El término "rubber" fue adoptado a partir de entonces en toda el área anglosajona como nombre genérico de los materiales elásticos de goma.
Poco a poco fueron aprovechándose crecientemente las ventajas elásticas del material exótico. En Viena, el sastre Johann Nepomuk Reithofer cortó láminas de plástico en tiras, las planchó sobre un soporte textil, y vendió los artículos compuestos obtenidos de esa manera ofreciéndolos como tirantes para medias y pantalones. En París se estableció en 1803 la primera fábrica de cintas de goma. Y otras dos décadas más tarde, en 1823, el escocés Macintosh patentó sus famosos impermeables, que han resistido los avatares del tiempo hasta nuestros días. Se hacían de material textil doble que llevaba intercalada una capa extrafina de caucho laminado. Pero ese histórico material compuesto no terminaba de convencer como medio para combatir las inclemencias meteorológicas: en verano era pegajoso y maloliente, en invierno, duro como una tabla.
El caucho sintético
A pesar de las bondades de todo los descubrimientos en torno al caucho natural, por si solo, nunca habría logrado la importancia que tiene en nuestros tiempos. Cuando la industria química tomó cartas en el asunto y logró producir un caucho sintético, el panorama mundial empezó a cambiar.
La goma obtenida en retortas hace muchísimo tiempo que ha superado en importancia a su competidor sangrado del tronco de los árboles. De los 16 millones redondos de toneladas de goma que se consumen anualmente en todo el mundo, sólo 30 por ciento proceden de la naturaleza, mientras que el voluminoso resto lo suministra la industria química.
El buen año de míster Goodyear
Con problemas muy similares tenía que batallar asimismo el ferretero estadounidense llamado Charles Nelson Goodyear (1800-1860). Su profesión anterior había sido la de mecánico y desde bastante tiempo atrás se interesaba por el caucho y había tratado de quitarle al elastómero su defecto: la pegajosidad. Por motivos muy crematísticos, Goodyear abastecía de sacos postales impermeables al gobierno de su país, entre otros clientes. Igual que los impermeables del escocés Macintosh, tales sacos estaban hechos de tejido de lino impregnado con goma. Y, lo mismo que las prendas escocesas, tendían a la pegajosidad en días calurosos. Además, se cuarteaban rápidamente, quedando inservibles para su finalidad propiamente dicha. Por lo que pronto Goodyar tenía más quehacer con las reclamaciones que con suministros sucesivos.
Sería alrededor de 1840 cuando el hombre que portaba un apellido tan esperanzador tuvo realmente su "good year" (buen año). Mientras realizaba experimentos en su laboratorio, que más bien parecía un taller mecánico, a Charles N. Goodyear se le cayeron unas migas de caucho sobre las que había espolvoreado cristales de azufre y fueron a parar a la placa de una estufa que estaba encendida. Cuando examinó las partículas más por curiosidad que por real interés, el químico por afición comprobó con sorpresa que el caucho había perdido su pegajosidad y, a la vez, su fluidez. La materia plástica y tenaz se había convertido en material sólido, para admiración del maestro. El caucho se había transformado en goma. Porque, según reza en los tratados técnicos, se entiende por caucho todos los polímeros aún no reticulados, ya naturales, ya sintéticos. Tras la polimerización (vulcanización) se obtienen materiales gomosos, llamados elastómeros.
Charles N. Goodyear había dado por lo tanto con la vía correcta por la que es posible vulcanizar el caucho, es decir, reticularlo. Para ello se necesita: caucho, azufre, una pizca de albayalde y mucho calor. Esos eran los ingredientes, el secreto de la receta. Y dado que en la mitología antigua el calor y el azufre eran los recursos mágicos de Vulcano, el dios romano del fuego, Goodyear denominó "vulcanización" su método para beneficiar el caucho. Posteriormente, empezó a usarse el nombre de "vulcanización en caliente", porque surgieron otras modalidades basadas exclusivamente en el tratamiento químico, a las que se agregaron también métodos sin intervención de calor, lo que se conoce como "vulcanización en frío".
Muy satisfecho, el feliz inventor se dirigió por escrito el 15 de julio de 1844 al registro de patentes de los Estados Unidos en los términos siguientes: "...me place anunciar a todo el mundo, para que lo sepa, que yo, Charles Goodyear, vecino de Nueva York, he descubierto un método de transformación nuevo y útil para la preparación de productos de caucho... ".
Sin embargo, el hombre que descubrió la metamorfosis del caucho en goma no hizo fortuna. Más bien lo contrario, pues apenas le había sido otorgada a Goodyear la patente de invención del procedimiento de vulcanización, cuando se vio enredado en una serie interminable de pleitos. Agobiado por tanto litigio judicial, no le quedaba tiempo para ocuparse intensamente de la explotación y comercialización de licencias. Y, si bien salió airoso de todos los procesos, con ello no logró que le lloviera dinero. El 1.1 de julio de 1876 murió Goodyear en un hospital de Nueva York, sin un centavo y endeudado hasta las cejas.
La marcha triunfal de la goma
Por aquel entonces, a mediados del siglo pasado, nadie sabía a ciencia cierta cómo funcionaba el mecanismo del azufre unido al calor en abundancia. El enigma fue esclarecido sólo 80 años después, a raíz del descubrimiento de las macromoléculas por Hermann Staudinger (1881-1965). Entonces quedó aclarado que, debido al calentamiento y a la reacción química del azufre, las moléculas se agrupan formando polímeros. Así, un conjunto de moléculas simples ordenadas casualmente integran una estructura determinada. Y entonces es cuando la goma resultó interesante para aplicaciones industriales.
Brasil exportaba cantidades crecientes de caucho. Mientras que en 1856 suministró unas 7.000 toneladas, diez años después se embarcaban ya 50.000 toneladas. Los "árboles lloradores" de la Amazonia a duras penas cubrían la demanda. Los precios del caucho virgen alcanzaron niveles que daban vértigo. Los barones del caucho que explotaban la selva tropical brasileña se enriquecieron y convirtieron el puerto fluvial de Manaos en una metrópoli deslumbrante, dado que poseían el cuerno de la abundancia infinita. Durante un tiempo se consumía allí más champaña que en París. Todavía tenía Brasil el monopolio. La exportación de semillas o plántulas del árbol del caucho "Hevea brasiliensis" se castigaba con la pena de muerte. Como cabía esperar, la riqueza de los caucheros latinoamericanos despertó envidias. Y aunque el riesgo era grande, el premio que esperaba a los intrépidos tampoco era ninguna nimiedad. El joven inglés Henry Wickham no se arredraba ante ninguna posible sanción por draconiana que fuera y, aprovechando la oscuridad de una noche tropical del año 1876, consiguió embarcar de contrabando 70.000 semillas de "Hevea" y transferirlas a Europa.
Eso significó el principio del fin del monopolio brasileño. De las semillas exportadas ilegalmente brotaron plántulas suficientes para forestar un extenso bosque. Los plantones fueron trasladados luego a una isla del imperio británico, famosa por su producción de té y especias: Ceilán. En el cálido clima de ese rincón asiático, se plantaron los arbolillos en filas bien regulares, desplegando una serie de cuidados y atenciones para sacar adelante el cultivo. A los trece años del contrabando de semillas brasileñas, se recogió en Ceilán el primer fruto de la plantación de caucho, que no tardando mucho se podía obtener a un costo bastante más bajo que el de su competidor procedente de la selva de Sudamérica.
Pero el mundo necesitaba mayor cantidad de caucho, sobre todo del barato. Entre tanto, se había inventado el automóvil. El nuevo medio de locomoción precisaba cubiertas, que, primeramente, se hacían de goma maciza. El veterinario escocés John Boyd Dunlopp inventó entonces la cubierta de goma que se hinchaba con aire. También él dependía del elastómero de origen silvestre o cultivado, por lo que es lógico que asimismo la industria química tomara cartas en el negocio. Se trataba de hallar una goma sintética que tuviera iguales o mejores características, que se pudiera fabricar a un costo más bajo y en cantidades infinitas.
A esa tarea se dedicó, entre otros, Fritz Hofmann (1866-1956), quien trabajaba en los laboratorios de Elberfeld de la antigua empresa Farbenfabriken Friedr. Bayer & Co. En 1909 se le otorgó la primera patente relacionada con la polimerización en caliente del isopreno, el componente químico del caucho. Pero hasta que se iniciara la fabricación a escala industrial de este competidor sintético hubieron de transcurrir muchos años. De todos modos, las investigaciones de Fritz Hofmann constituyen la base sobre la que se asienta la moderna síntesis del caucho.